¿Qué distingue a un Líder?

22.02.2015 09:22

Toda la gente de negocios conoce la historia de algún ejecutivo altamente inteligente y preparado que asumió una posición de liderazgo y fracasó. Y también conoce el caso de alguien con sólidos, aunque no extraordinarios, conocimientos intelectuales y técnicos que asumió un puesto similar y llegó muy alto. 

Anécdotas de este tipo sostienen la creencia generalizada de que identificar a individuos que tienen “lo que hay que tener” para ser líderes es más un arte que una ciencia. Después de todo, los estilos personales de líderes sobresalientes varían: algunos son moderados y analíticos, otros vociferan sus proclamas desde la cima de la montaña. Igualmente importante, cada situación requiere diferentes tipos de líderes. La  mayoría de las fusiones necesita un negociador sensible al mando, mientras que muchos procesos de cambio requieren una autoridad más enérgica. No obstante, los líderes más efectivos se parecen en algo fundamental: todos tienen un alto grado de lo que se conoce como inteligencia emocional. No es que el coeficiente intelectual y las destrezas técnicas sean irrelevantes. Son importantes, pero como “aptitudes de umbral”; es decir, son los requisitos básicos para puestos ejecutivos. Pero, la inteligencia emocional es la condición sine qua non del liderazgo. Sin ella, una persona puede tener la mejor preparación del mundo, una mente incisiva y analítica, y un infinito surtido de ideas inteligentes, pero aun así no será un buen líder. 

La autoconciencia.

La autoconciencia es el ingrediente primordial de la inteligencia emocional, algo que cobra sentido si se tiene en cuenta que hace miles de años el oráculo de Delfos aconsejaba “conócete a ti mismo”. Autoconciencia significa tener una profunda comprensión de las emociones, fortalezas, debilidades, necesidades y motivaciones propias. Las personas que poseen un fuerte grado de autoconciencia no son ni extremadamente críticas ni confiadas en exceso. Más bien, son honestas consigo mismas y con los demás. Quienes tienen un alto grado de autoconciencia saben cómo sus sentimientos los afectan a ellos, a otras personas y a su desempeño en el trabajo. Por lo tanto, alguien que tiene conciencia de sí mismo y que sabe que los plazos de entrega muy ajustados sacan a relucir lo peor de su persona, procura planificar su tiempo con cuidado y hacer su trabajo con antelación. Otra persona con una alta autoconciencia podrá trabajar con clientes muy exigentes; entenderá el impacto del cliente en su humor y las verdaderas razones de su frustración. “Sus demandas triviales nos apartan del verdadero trabajo”, razonaría e iría un paso más allá para transformar su enojo en algo constructivo. La autoconciencia incluye la comprensión de los valores y objetivos individuales. Alguien que tiene conciencia de sí mismo sabe hacia dónde se dirige y por qué. Será capaz, por ejemplo, de rechazar con convicción una oferta laboral tentadora en lo económico, pero que no encaja con sus principios u objetivos de largo plazo. Una persona que carece de autoconciencia tiende a tomar decisiones que pasan a llevar valores ocultos y por ende ocasionan dilemas internos. “La cantidad de dinero se veía bien, así que firmé”, puede decir alguien después de estar dos años en un puesto, “pero el trabajo es tan insignifi- cante que siempre estoy aburrido”. Las decisiones de las personas que tienen conciencia de sí mismas calzan con sus valores y, en consecuencia, a menudo opinan que su trabajo es vigorizante.

¿Cómo se puede reconocer la autoconciencia? 

Por encima de todo, se deja ver como sinceridad y capacidad para autoevaluarse de manera realista. Las personas con una alta autoconciencia pueden hablar acertada y abiertamente (aunque no necesariamente de forma efusiva o “confesional”) sobre sus emociones y el impacto que tienen en su trabajo. Por ejemplo, dice una historia que: una ejecutiva que veía con escepticismo un nuevo servicio de atención personalizada que estaba a punto de introducir su empresa, una importante cadena de tiendas por departamentos. Sin que se lo pidiese su equipo o su jefe, ella les ofreció una explicación: “Me cuesta ponerme detrás del lanzamiento de este servicio”, admitió, “porque yo en realidad quería dirigir el proyecto y no fui seleccionada. Tengan paciencia conmigo mientras acepto la situación”. La ejecutiva efectivamente examinó sus sentimientos, y una semana más tarde respaldaba por completo el servicio. Este tipo de autoconciencia se manifiesta frecuentemente en el proceso de contratación. Los candidatos que tienen conciencia de sí mismos son sinceros en admitir el fracaso, y a menudo relatan sus anécdotas con una sonrisa. Una de las marcas distintivas de la autoconciencia es la capacidad de reírse de uno mismo. La autoconciencia también se puede identificar durante las evaluaciones de desempeño. Las personas que tienen conciencia de sí mismas saben (y hablan de ello sin problemas) cuáles son sus fortalezas y sus debilidades, y a menudo demuestran una sed de crítica constructiva. Por el contrario, las personas con baja autoconciencia interpretan el mensaje de que necesitan mejorar como una amenaza o una señal de fracaso. Las personas autoconscientes también se distinguen por la confianza que tienen en sí mismas. Comprenden muy bien cuáles son sus limitaciones y es poco probable que, por ejemplo, se cuelguen la soga al cuello sobreexigiéndose en sus proyectos o tareas. Además, saben cuándo pedir ayuda. Y los riesgos que asumen en el trabajo son calculados; no demandarán desafíos que saben que no podrán manejar por completo. Juegan a la medida de sus posibilidades.

La autorregulación.

 Los impulsos biológicos dirigen nuestras emociones. No nos podemos librar de ellos, pero podemos hacer bastante por controlarlos. La autorregulación, que es como una constante conversación interior, es el componente de la inteligencia emocional que nos libera de ser prisioneros de nuestros sentimientos. Las personas inmersas en tal conversación tienen malos estados de ánimo e impulsos emocionales como todos los demás, pero hallan formas para controlarlos e incluso canalizarlos de manera útil. Imagine a un ejecutivo que acaba de ver a uno de sus equipos presentar de manera desastrosa un análisis al consejo de administración. En su abatimiento posterior, el ejecutivo podría sentir el impulso de golpear la mesa de rabia o tirar una silla. Podría levantarse de un salto para increpar a su equipo, o mantener un sombrío silencio y lanzar a todos una mirada amenazadora antes de marcharse enfurecido. Pero si tiene el don de la autorregulación, adoptaría una actitud diferente. Escogería sus palabras con cuidado, admitiendo la pobre actuación del equipo sin adelantar ningún juicio apresurado. Luego se retiraría para considerar las razones del fracaso. ¿Son personales? ¿Falta de esfuerzo? ¿Hay algún factor atenuante? ¿Cuál fue su papel en la debacle? Después de analizar estas preguntas, reuniría al equipo, expondría las consecuencias del incidente y expresaría su opinión al respecto. Acto seguido presentaría su análisis de la situación y una solución previamente meditada. ¿Por qué es tan importante la autorregulación en los líderes? Ante todo, las personas que dominan sus sentimientos e impulsos (es decir, las personas que son razonables) son capaces de crear un clima de confianza y de justicia. En ambientes así, la política y las rencillas se reducen drásticamente y la productividad es alta. Las personas con talento acuden en tropel a la organización y no sienten la tentación de marcharse. La autorregulación tiene un efecto de chorreo. Nadie quiere ser señalado como un histérico cuando el jefe es conocido por su tranquilidad. Cuantos menos malos humores haya en la cúpula, menos habrá también a lo largo de la organización. 

La Motivación.

 Si hay un rasgo que comparten virtualmente todos los líderes eficaces, es la motivación. Se sienten impulsados a obtener logros más allá de las expectativas (de las propias y de los demás). La palabra clave es lograr. A muchas personas les motivan factores externos, tales como un buen sueldo o el estatus que implica un título imponente o formar parte de una empresa de prestigio. Por el contrario, a las personas con potencial para el liderazgo les motiva un profundo deseo interno de lograr el éxito por el simple hecho de lograrlo. Si está buscando líderes, ¿cómo puede identificar a personas a quienes les motive el afán de logro en vez de las recompensas externas? La primera señal es la pasión por el trabajo en sí; tales personas buscan desafíos creativos, adoran aprender y se enorgullecen del trabajo bien hecho. También derrochan una energía inagotable por hacer las cosas mejor. Las personas con esa energía no se suelen dar por satisfechas con el statu quo (Ver dentro de este Blog www.rodrigogalvez.webnode.cl, el artículo "Salir de la Zona de Confort"). Son persistentes en sus preguntas sobre por qué las cosas se hacen de un modo u otro, están ansiosas por explorar nuevas aproximaciones a su trabajo.

La empatía. 

De todas las dimensiones de la inteligencia emocional, la empatía es la que se reconoce más fácilmente. Todos hemos sentido la empatía de un profesor o de un amigo perceptivo; todos hemos padecido su ausencia en un mentor o un jefe insensible. Pero cuando se trata de negocios, rara vez se oye elogiar –y mucho menos recompensar– a las personas por su empatía. El propio término parece poco adecuado para los negocios, fuera de lugar en medio de la dura realidad del mercado. Pero empatía no significa sensibilidades del tipo “yo estoy bien, tú estás bien”. Para un líder, no es cuestión de adoptar las emociones de los demás como propias y tratar de complacer a todo el mundo. Eso sería una pesadilla. Imposibilitaría la acción. Más bien, empatía significa tener en consideración los sentimientos de los empleados, junto con otros factores, en el proceso de toma de decisiones inteligentes. Como ejemplo de empatía, tome lo que ocurrió cuando se fusionaron dos gigantescas firmas de corretaje y se crearon puestos redundantes en todas sus divisiones. Un gerente de división reunió a su personal y dio un sombrío discurso en el que subrayó el número de despidos que se producirían pronto. El gerente de otra división dio una charla muy diferente a su equipo; reconoció su propia preocupación y confusión, y prometió mantener a la gente informada y a tratar a todo el mundo de manera justa. La diferencia entre ambos fue la empatía. El primer gerente estaba demasiado preocupado sobre su propio futuro como para considerar los sentimientos de sus colegas sumidos en la ansiedad. El segundo intuía lo que sentía su gente, y con sus palabras estaba tomando en cuenta esos temores. Hoy, la empatía es un ingrediente del liderazgo particularmente importante por al menos tres razones: el creciente uso de trabajo en equipo, el rápido ritmo de la globalización y la necesidad cada vez mayor de retener al talento.

Las habilidades sociales. 

Los tres primeros componentes de la inteligencia emocional son destrezas de manejo de uno mismo. Los dos restantes, empatía y habilidades sociales, están relacionados con la aptitud para manejar las relaciones con los demás. Como componente de la inteligencia emocional, las habilidades sociales no son tan simples como suenan. No es sólo una cuestión de simpatía, aunque las personas con dosis altas de habilidades sociales rara vez tienen un carácter difícil. Más bien, las habilidades sociales son simpatía con un propósito: dirigir a las personas en la dirección deseada, ya sea hacia el consenso ante una nueva estrategia de marketing o hacia el entusiasmo por un nuevo producto. Las personas con habilidades sociales tienden a tener un amplio círculo de conocidos y un don para hallar puntos comunes con personas de todo tipo; un don para hacer buenas migas. Eso no quiere decir que socialicen constantemente; significa que asumen que nada importante se hace solo. Dichas personas tienen una red de contactos establecida para cuando llega el momento de la acción. La habilidad social es la culminación de las otras dimensiones de la inteligencia emocional. Las personas tienden a ser muy eficientes manejando relaciones cuando entienden y controlan sus propios sentimientos y pueden tener empatía con los sentimientos de los demás. La motivación incluso contribuye a las habilidades sociales. Recuerde que las personas con orientación al logro suelen ser optimistas, incluso frente a reveses o fracasos. Cuando están optimistas, su “brillo” se proyecta en conversaciones y encuentros sociales. Son populares y por buenas razones. Al ser consecuencia de las otras dimensiones de la inteligencia emocional, las habilidades sociales se manifiestan en el trabajo de varias maneras, que a estas alturas ya nos son familiares. Las personas con habilidades sociales, por ejemplo, son especialistas en la gestión de equipos (ésa es su empatía en el trabajo). Asimismo, son expertas en la persuasión (una manifestación combinada de autoconocimiento, autorregulación y empatía). Dadas esas capacidades, los buenos persuasores saben cuándo apelar a las emociones, por ejemplo, y cuándo resulta mejor apelar a la razón. La motivación, cuando es visible, convierte a esas personas en excelentes colaboradores; su pasión por el trabajo se contagia a los demás, y los mueve el impulso de buscar soluciones. Pero las habilidades sociales se muestran a veces de maneras en que no lo hace el resto de los componentes de la inteligencia emocional. De hecho, a veces puede parecer que las personas con habilidades sociales no están trabajando en sus horas laborables; da la impresión de que están congeniando ociosamente, conversando en los pasillos con colegas o bromeando con personas que no tienen nada que ver con sus obligaciones “reales”. Pero estas personas consideran que no tiene sentido limitar arbitrariamente el alcance de sus relaciones. Establecen lazos con un criterio amplio, porque saben que en estos tiempos cambiantes, quizás algún día necesiten ayuda de las personas que hoy recién están conociendo. Considere, a modo de ejemplo, el caso de un ejecutivo del departamento de estrategia de un importante fabricante de computadoras. En 1993 estaba convencido de que el futuro de la organización yacía en Internet. A lo largo del año siguiente, buscó a los espíritus afines a su planteamiento y utilizó sus habilidades sociales para ensamblar una comunidad virtual que atravesaba niveles, divisiones y países. Después, utilizó ese equipo de facto para lanzar un sitio web corporativo, uno de los primeros de una gran empresa. Y por iniciativa propia, sin ningún presupuesto o estatus formal, inscribió a la empresa en una convención anual de la industria de Internet. Telefoneando a sus aliados y persuadiendo a varias divisiones para que donasen fondos, reunió a más de 50 personas de una docena de unidades diferentes para representar al fabricante en la convención. La alta dirección se dio cuenta: a menos de un año de la conferencia, el grupo del ejecutivo, con él a la cabeza, constituyó la base de la primera división de Internet de la empresa. Para llegar hasta allí, el ejecutivo había ignorado las fronteras convencionales, estableciendo y manteniendo conexiones con personas en cada recodo de la organización. ¿Se considera a las habilidades sociales como una aptitud clave para el liderazgo en la mayoría de las empresas? La respuesta es sí, especialmente cuando se compara con los otros componentes de la inteligencia emocional. La gente parece saber por intuición que los lí- deres necesitan manejar las relaciones eficazmente. Ningún líder es una isla. Al fin y al cabo, la misión del líder es lograr que el trabajo se haga a través de otras personas, y las habilidades sociales lo hacen posible. Un líder que no puede expresar su empatía quizás no la tiene en absoluto. Y la motivación de un líder es inútil si no puede trasmitir su pasión a la organización. Las habilidades sociales permiten a los líderes aplicar su inteligencia emocional al trabajo. Sería ridículo aseverar que el viejo y querido coeficiente intelectual y las destrezas técnicas no son ingredientes importantes para un buen liderazgo. Pero la receta no estaría completa sin la inteligencia emocional. Hubo un tiempo en que los componentes de la inteligencia emocional se consideraban como algo que “sería bueno tener” en los líderes empresariales. Ahora sabemos que, por el bien del rendimiento, son ingredientes que los líderes “deben tener”. Es una suerte, entonces, que la inteligencia emocional se pueda aprender. El proceso no es fácil. Requiere tiempo y, sobre todo, compromiso. Pero los beneficios que conlleva una inteligencia emocional bien desarrollada, tanto para el individuo como para la organización, bien valen el esfuerzo.

 

 

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